Javier García Bellota
Las nuevas tecnologías de comunicación están impactando en la política alrededor del mundo y Latinoamérica no es la excepción.
A partir del triunfo electoral de Donald Trump en 2016, tanto en el lenguaje político como en el mediático, resonaron algunos conceptos como fake news (noticias falsas), posverdad y marketing político.
El marketing político (o más propiamente, la mercadotecnia política) se define como un conjunto de técnicas, estrategias y conocimientos de la psicología social del consumo, propios de la Mercadotecnia, que son aplicados al ámbito político, principalmente, a las campañas electorales y, consecuentemente, a la gestión de gobierno. De igual manera, los partidos de oposición acostumbran a contratar empresas de mercadotecnia política para realizar campañas de mediano o largo plazo, con el fin de alcanzar el triunfo electoral en la siguiente gestión.
Durante los últimos años existió una especie de auge de la mercadotecnia política en Latinoamérica, probablemente, debido al optimismo que ofrece a sus clientes, los candidatos políticos. Sin embargo, la utilización metódica de estratagemas para ganar la simpatía del electorado no es novedosa, ya en el siglo XX existía la Comunicación Política, área que también enfatiza la forma en la que el mensaje político es recibido por la audiencia (la imagen personal del candidato, su lenguaje corporal y tono de voz, el empleo de palabras cuidadosamente elegidas, etc.).
La mercadotecnia política adquirió fuerza en el siglo XXI gracias a los notables avances de la psicología social norteamericana en sus estudios sobre el cerebro humano. A diferencia de la introspección verbal guiada por un terapeuta en un diván —propia del psicoanálisis— la neurociencia anglosajona ha estado utilizando resonadores magnéticos para identificar las áreas del cerebro que responden a una variedad de estímulos. Este procedimiento permite obtener evidencia científica sobre el funcionamiento de las emociones y racionalizaciones que están en juego a momento de tomar una decisión, en este caso, de consumo o de preferencia por alguna oferta política.
El documental The Greatest Movie Ever Sold (2011), del cineasta norteamericano Morgan Spurlock, ya alertaba cómo las grandes agencias de publicidad utilizan resonadores magnéticos en sus oficinas privadas y cómo la ley norteamericana carece de cualquier restricción —o al menos regulación— para el empleo de estas sofisticadas técnicas que traspasan el ámbito de lo persuasivo hacia lo científicamente manipulativo.
Ciertamente, el pasar de grupos focales a resonadores magnéticos —a fin de conocer la verdadera percepción del electorado— es un salto cualitativo sin precedentes. A esto se suma otro salto: la utilización del Big Data, es decir, la abundante información privada de los usuarios que es recopilada y clasificada por Facebook y Twitter para ser vendida —sin consentimiento de estos— a empresas que analizan tal información y, en base a ella, elaboran perfiles de votantes y la segmentación adecuada para que determinadas personas reciban determinada propaganda política.
La segmentación produce echo chambers (o cámaras de resonancia mediática), esto es, un espacio o ámbito digital donde el usuario se encuentra rodeado de solamente información que refuerza sus propias convicciones y le hace creer que los demás piensan igual que él. El algoritmo mantiene al usuario aislado de opiniones diferentes, incluso puede llegar a nunca enterarse de estas, cosa que, por ejemplo, le sucedió a Hilary Clinton y a sus seguidores cuando creyeron que la popularidad de Donald Trump era reducida y, por tanto, no podría ganar las elecciones.
Otra consecuencia es la creación de burbujas culturales que se caracterizan por su cero tolerancia con la divergencia política e ideológica y que agrupan a fanáticos e instigadores a la violencia. De esta manera, a cada usuario se le conforma una percepción sesgada de la realidad social, algo muy propio de la era de la posverdad. Toda esta escandalosa metodología salió a la luz mediante el caso Cambridge Analytica, empresa que estuvo involucrada en el triunfo electoral de Trump y en el referéndum del Brexit.
1) Naturalmente, el problema con la mercadotecnia política en Latinoamérica es, en primer lugar, la carencia en absoluto de al menos dos décadas de estudios de psicología social utilizando resonadores magnéticos sobre las diferentes poblaciones del continente, al igual que la imposibilidad de acceder al Big Data recopilado en nuestros países por su alto valor económico (los partidos políticos soñarían con disponer semejantes sumas para sus campañas). Por acá, las agencias de consultoría política todavía emplean grupos focales, los cuales solamente brindan la opinión racional del electorado y no así la emocional (la que se halla en el subconsciente) en un siglo en el cual nadie duda que la política no es una cuestión de razones sino de emociones.
2) En segundo lugar, las recientes crisis políticas en casi todo el continente (la última de ellas en Perú) muestran precisamente las limitaciones de las estratagemas de la mercadotecnia política. En Latinoamérica no es fácil dirigir —a voluntad del cliente— la opinión de bases sociales que diariamente padecen la ineficacia de los sistemas políticos liberales-republicanos y de sus “nuevas” políticas económicas. Para que la mercadotecnia política funcione, necesita sistemas políticos en los que la asistencia a las urnas sea opcional y sociedades más uniformes en cuanto al consumo masivo de bienes y servicios (en consecuencia, de conducta social predecible y de notoria indiferencia hacia lo político).
Pese a la alta efectividad y grado de sofisticación de la mercadotecnia política en el primer mundo, esta termina siendo cortoplacista: se puede influir en la decisión del electorado pero también ocurre el arrepentimiento del comprador, tal como sucedió con la presidencia de Trump y con el Brexit.
Más detalles sobre las estrategias empleadas con el electorado británico pueden verse en Brexit: The Uncivil War (2019), y sobre las aplicadas por el jefe de campaña de Trump, Steve Bannon, en el documental The brink (2019).
La Razón, 30 de julio de 2023
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